Tengo miedo. El sol empieza a ocultarse y con él se van mis esperanzas de poder salvarme. No soy tan fuerte como para poder resistir así mucho más tiempo.
Todo empezó hace dos meses. Yo estaba como cada noche, tomando un relajante baño de espuma. Ese era un capricho que podía permitirme siempre que acababa mi jornada en el bar de Tony’s. El agua caliente calmaba el lacerante dolor de mis pies; diez horas sirviendo mesas acababa con la circulación de cualquiera.

Al principio fue un pequeño roce en la piel, apenas si le dí importancia, quizás la cortina me hubiese rozado. Después, fue una presión más fuerte en la zona de mis muslos; en un abrir y cerrar de ojos me ví sumergida en la bañera prisionera de algo o alguién que me axfisiaba con su peso. Por más que lo intentaba no lograba quitármelo de encima, tras varios minutos de extensa agonía, sentí mi cuerpo liberado y agarrándome al borde de la bañera, salí escupiendo agua y lágrimas al mismo tiempo.

Ya más calmada, regresé al dormitorio y tras ponerme el camison, me tumbé en la cama e intenté no pensar en lo sucedido. El sueño me sobrevino cuán bálsamo para mi destrozado cuerpo, pero eso era una mera ilusión, pues de pronto sentí como mis senos se hundían como si unos dedos estuviesen acariciándolos, mis piernas fueron separadas de forma brusca y el camison subido poco a poco hacía mis caderas. El peso, otra vez ese peso sobre mí, alguien que abusaba de mi cuerpo una y otra vez sin miramientos, alguién que me hacía daño para su puro placer y yo entre la locura y la lucidez, no sabiendo qué hacer ni cómo parar aquello. De repente, todo cesó y cual flor marchita, me recojo echa un ovillo intentando hacerme lo más pequeña posible, lo más invisible posible.

Desde ese día, hace yá más de dos meses, no hay ni una sola noche en que ese terrible visitante no aparezca. Estoy sola y sin posibilidad de ayuda, he rebasado la frontera entre la razón y la locura. Esta noche cuando vuelva a por mí, sólo encontrará la cáscara que envuelve mi alma, ya no habrá más dolor para mí.
Esa noche, tumbada en la cama, yacía el cuerpo sin vida de Isabel, una dulce sonrisa desafiaba al visitante, una sonrisa de triunfo que destacó aún mucho más cuando al caer el sol pudo escucharse el agónico grito del visitante.

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